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LA OFICINA DE LA HORA (2)
par JEAN-LUC OUTERS
Aquella noche, tras las largas horas de insomnio, Celestino tuvo la pesadilla de un desarreglo total del tiempo cuyo curso se confundía con un aumento del desorden. La gente había perdido todo punto de referencia e ignoraba qué día era. La noción misma de la hora se había esfumado. Los límites entre presente, pasado y futuro habían desaparecido, incluso en el mismo lenguaje. El pretérito indefinido y el imperfecto se habían evaporado de los libros de gramática. Además del presente, sólo se utilizaba el futuro perfecto. Los más afectados afirmaban que ni siquiera se acordaban del futuro. Los futurólogos sólo podían hablar de lo que estaba pasando ante sus ojos o de lo que había ocurrido la víspera. Los historiadores comentaban la actualidad del día. Los periódicos seguían pareciéndose a sí mismos, pero sin fecha. Los cerebros eran incapaces de tener memoria. Se limitaban a registrar fragmentos de instantáneas cuyas huellas se borraban enseguida. La amnesia proliferaba en todas partes como un cáncer. Cualquier proyecto se había vuelto inconcebible. Los hospitales rebosaban de gentes desorientadas que no sabían hacia qué servicio dirigirse. Esas mismas gentes ignoraban la razón por la que se habían precipitado hacia las urgencias. Incluso los médicos, movilizados para curar el mal, también lo padecían. Se olvidaban de su ciencia de la que sólo derivaban prescripciones banales de aspirinas o tranquilizantes, que ellos mismos tragaban antes de distribuirlos entre los recién llegados. En cuanto a las píldoras anticonceptivas, las mujeres las tomaban a su capricho. Los farmacéuticos ni siquiera se acordaban de la existencia de la píldora del día siguiente. Las calles se poblaban de mujeres embarazadas. Las maternidades estaban siempre llenas. Desde el final de la guerra, no se había visto una explosión demográfica parecida. Se edificaban guarderías y parvularios por todas partes. Las manecillas de los relojes de péndulo seguían dando vueltas por la fuerza de la costumbre, sin que nadie se interesara al respecto. Los relojes de pulsera habían pasado a ser simplemente pulseras llevadas por mujeres elegantes. Los husos horarios se habían borrado de los mapas. La radio había dejado de indicar la hora exacta. Funcionaba día y noche de manera continua, interrumpiendo sus programas con soniquetes atronadores. El telediario, al que se seguía llamando diario de la noche, se emitía en bucle. Los horarios laborales habían sido sustituidos por intervalos de trabajo que cada cual organizaba a su manera o, más bien, como dice la expresión consagrada, con arreglo a las necesidades del departamento. Se veían funcionarios llegar en plena noche a sus despachos y saludar a los colegas que se marchaban en ese mismo momento. Se limitaban a fichar en las entradas y salidas en vez de capitalizar. El desfase horario era general. Habían sido suprimidos los horarios de los trenes, que se iban en cuanto los vagones estaban llenos de pasajeros o mercancías. Los calendarios se utilizaban como papel de embalar. Las campanas de la iglesia ya no sonaban porque no quedaba nada que anunciar, ni misa dominical ni días de fiesta. Copyright © Jean-Luc Outers, 2002 |